Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: "por los siglos de los siglos, amén", "por los siglos de los siglos, amén", "por los siglos . . ."
-Ya calla -dijo-. ¿Cuánto hace que no te confiesas?
-Dos días, padre.
Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. "¿Qué haces aquí? -pensó-. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado."
Se levantó del confesionario y se fue derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo estaba esperando:
-Todos los que se sientan sin pecado puede comulgar mañana.
Detrás de él, sólo se oyó un murmullo.
Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño . . . Creo sentir la pena de su muerte . . . Pero esto es falso.
Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
Siento el lugar en que estoy y pienso . . .
Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban son su olor el viejo patio.
El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos.
Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época.
En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces.
Que yo debía haber gritado: que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras tú querido que fuera. ¿Pero acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. ¿Pero por qué iba a llorar?
¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los cirios; su cara pálida y sus dientes blancos asomándose apenitas entre sus labios morados, endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya quietas; quieto ya su corazón. Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella oyera nada sin que tú y yo oyéramos nada, todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su vestido negro, almidonando el cuello y el puño de sus mangas para que sus manos se vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto, su viejo pecho amoroso sobre el que dormí en un tiempo y que me dio de comer y que palpitó para arrullar mis sueños.
Nadie vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie anda en busca de tristezas.
Tocaron la aldaba. Tú saliste.
-Ve tú -te dije-. Yo veo borrosa la cara de la gente. Y haz que se vayan. ¿Que vienen por el dinero de las misas gregorianas? Ella no dejó ningún dinero. Díselos, Justina. ¿Que no saldrá del purgatorio si no le rezan esas misas? ¿Quiénes son ellos para hacer la justicia, Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien.
-Y tus sillas se quedaron vacías hasta que fuimos a enterrarla con aquellos hombres alquilados, sudando por un peso ajeno, extraños a cualquier pena. Cerraron la sepultura con arena mojada; bajaron el cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el aire que les refrescaba su esfuerzo. Sus ojos fríos, indiferentes. Dijeron: "Es tanto." Y tú les pagaste, como quien compra una cosa desanudando tu pañuelo húmedo de lágrimas, exprimido y vuelto a exprimir y ahora guardando el dinero de los funerales. . .
Y cuando ellos se fueron, te arrodillaste en el lugar donde había quedado su cara y besaste la tierra y podrías haber abierto un agujero, si yo no te hubiera dicho: "Vámonos, Justina, ella está en otra parte, aquí no hay más que una cosa muerta."
-¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?
-¿Quién, yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando?
-Oí a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú.
-¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el sueño.
-¿Y quién es ella?
-La última esposa de Pedro Páramo. Unos dicen que estaba loca. Otros, que no. La verdad es que ya hablaba sola desde en vida.
-Debe haber muerto hace mucho.
-¡Uh, sí! Hace mucho. ¿Qué le oíste decir?
-Algo acerca de su madre.
-Pero si ella ni madre tuvo . . .
-Pues de eso hablaba.
-. . . O, al menos, no la trajo cuando vino. Pero espérate. Ahora recuerdo que ella nació aquí, y que ya de añejita desaparecieron. Y sí, su madre murió de la tisis. Era una señora muy rara que siempre estuvo enferma y no visitaba a nadie.
-Eso dice ella. Que nadie había ido a ver a su madre cuando murió.
-¿Pero de qué tiempos hablará? Claro que nadie se paró en su casa por el puro miedo de agarrar la tisis. ¿Se acordará de eso la indina?
-De eso hablaba.
-Cuando vuelvas a oírla me avisas, me gustaría saber lo que dice,
-¿Oyes? Parece que va a decir algo. Se oye un murmullo.
-No, no es ella. Eso viene de más lejos, de por este otro rumbo. Y es voz de hombre. Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan.
"El cielo es grande. Dios estuvo conmigo esa noche. De no ser así quién sabe lo que hubiera pasado. Porque fue ya de noche cuando reviví . . ."
-¿Lo oyes ya más claro?
-Sí.
". . . Tenía sangre por todas partes. Y al enderezarme chapotié con mis manos la sangre regada en las piedras. Y era mía. Montonales de sangre. Pero no estaba muerto. Me di cuenta. Supe que don Pedro no tenía intenciones de matarme. Sólo de darme un susto. Quería averiguar si yo había estado en Vilmayo dos meses antes. El día de San Cristóbal. En la boda. ¿En cuál boda? ¿En cuál San Cristóbal? Yo chapoteaba entre mi sangre y le preguntaba: '¿En cuál boda, don Pedro? No, no, don Pedro, yo no estuve. Si acaso, pasé por allí. Pero fue por casualidad . . .' Él no tuvo intenciones de matarme. Me dejó cojo, como ustedes ven, y manco si ustedes quieren. Pero no me mató. Dicen que se me torció un ojo desde entonces, de la mala impresión. Lo cierto es que me volví más hombre. El cielo es grande. Y ni quien lo dude."
-¿Quién será?
-Ve tú a saber. Alguno de tantos. Pedro Páramo causó tal mortandad después que le mataron a su padre, que se dice casi acabó con los asistentes a la boda en la cual don Lucas Páramo iba a fungir de padrino. Y eso que a don Lucas nomás le tocó de rebote, porque al parecer la cosa era contra el novio. Y como nunca se supo de dónde había salido la bala que le pegó a él, Pedro Páramo arrasó parejo. Eso fue allá en el cerro de Vilmayo, donde estaban unos ranchos de los que ya no queda ni el rastro . . . Mira, ahora sí parece ser ella. Tú que tienes los oídos muchachos, ponle atención. Ya me contarás lo que diga.
-No se le entiende. Parece que no habla, sólo se queja.
-¿Y de qué se queja?
-Pues quién sabe.
-Debe ser por algo. Nadie se queja de nada. Para bien la oreja.
-Se queja y nada más. Tal vez Pedro Páramo la hizo sufrir.
-No creas. Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres. Unos dicen que porque ya estaba cansado, otros que porque le agarró la desilusión; lo cierto es que echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino.
"Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros bebederos. Recuerdo días en que Comala se llenó de adioses y hasta nos parecía cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y es que se iban con intenciones de volver. Nos dejaban encargadas sus cosas y su familia. Luego algunos mandaban por la familia aunque no por sus cosas, y después parecieron olvidarse del pueblo y de nosotros, y hasta de sus cosas. Yo me quedé porque no tenía adonde ir. Otros se quedaron esperando que Pedro Páramo muriera, pues según decían les había prometido heredarles sus bienes, y con esa esperanza vivieron todavía algunos. Pero pasaron años y años y él seguía vivo, siempre allí, como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna."
"Y ya cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los cristeros y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban. Fue cuando yo comencé a morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar".
"Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió su mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería."
Fue Fulgor Sedano quien le dijo:
-Patrón, ¿sabe quién anda por aquí?
-¿Quién?
-Bartolomé San Juan.
-¿Y eso?
-Eso es lo que yo me pregunto. ¿Qué vendrá a hacer?
-¿No lo has investigado?
-No. Vale decirlo. Y es que no ha buscado casa. Llegó directamente a la antigua casa de usted. Allí desmontó y apeó sus maletas, como si usted de antemano se la hubiera alquilado. Al menos le vi esa seguridad.
-¿Y qué haces tú, Fulgor, que no averiguas lo que pasa? ¿No estás para eso?
-Me desorienté un poco por lo que le dije. Pero mañana aclararé las cosas si usted lo cree necesario.
-Lo de mañana déjamelo a mí. Yo me encargo de ellos. ¿Han venido los dos?
-Sí, él y su mujer. ¿Pero cómo lo sabe?
-¿No será su hija?
-Pues por el modo como la trata más bien parece su mujer.
-Vete a dormir, Fulgor.
-Si usted me lo permite.
"Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti. ¿Cuántas veces invité a tu padre a que viniera a vivir aquí nuevamente, diciéndole que yo lo necesitaba? Lo hice hasta con engaños."
"Le ofrecí nombrarlo administrador, con tal de volverte a ver. ¿Y qué me contestó? 'No hay respuesta -me decía siempre el mandadero-. El señor don Bartolomé rompe sus cartas cuando yo se las entrego'. Pero por el muchacho supe que te habías casado y pronto me enteré que te habías quedado viuda y le hacías otra vez compañía a tu padre."
Luego el silencio.
"-El mandadero iba y venía y siempre regresaba diciéndome:
"-No los encuentro, don Pedro. Me dicen que salieron de Mascota. Y unos me dicen que para acá y otros que para allá.
"-Y yo:
"-No repares en gastos, búscalos. Ni que se los haya tragado la tierra.
"-Hasta que un día vino y me dijo:
"-He repasado toda la sierra indagando el rincón donde se esconde don Bartolomé San Juan, hasta que he dado con él, allá, perdido en un agujero de los montes, viviendo en una covacha hecha de troncos, en el mero lugar donde están las minas abandonadas de La Andrómeda.
"Ya para entonces soplaban vientos raros. Se decía que había gente levantada en armas. Nos llegaban rumores. Eso fue lo que aventó a tu padre por aquí. No por él, según me dijo en su carta, sino por tu seguridad, quería traerte a algún lugar viviente.
"Sentí que se abría el cielo. Tuve ánimos de correr hacia ti. De rodearte de alegría. De llorar. Y lloré, Susana, cuando supe que al fin regresarías."
-Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos, Susana.
"Allá, de donde venimos ahora, al menos te entretenías mirando el nacimiento de las cosas: nubes y pájaros, el musgo, ¿te acuerdas? Aquí en cambio no sentirás sino ese olor amarillo y acedo que parece destilar por todas partes. Y es que éste es un pueblo desdichado; untado todo de desdicha.
"El nos ha pedido que volvamos. Nos ha prestado su casa. Nos ha dado todo lo que podemos necesitar. Pero no debemos estarle agradecidos. Somos infortunados por estar aquí, porque aquí no tendremos salvación ninguna. Lo presiento.
"¿Sabes qué me ha pedido Pedro Páramo? Yo ya me imaginaba que esto que nos daba no era gratuito. Y estaba dispuesto a que se cobrara con mi trabajo, ya que teníamos que pagar de algún modo. Le detallé todo lo referente a La Andrómeda y le hice ver que aquello tenía posibilidades, trabajándola con método. ¿Y sabes que me contestó? 'No me interesa su mina, Bartolomé San Juan. Lo único que quiero de usted es a su hija. Ese ha sido su mejor trabajo.'
"Así que te quiere a ti , Susana. Dicen que jugabas con él cuando eran niños. Que ya te conoce. Que llegaron a bañarse juntos en el río cuando eran niños. Yo no lo supe; de haberlo sabido te habría matado a cintarazos."
-No lo dudo.
-¿Fuiste tú la que dijiste: no lo dudo?
-Yo lo dije.
-¿De manera que estás dispuesta a acostarte con él?
-Sí, Bartolomé.
-¿No sabes que es casado y que ha tenido infinidad de mujeres?
-Sí, Bartolomé.
-No me digas Bartolomé. ¡Soy tu padre!
Bartolomé San Juan, un minero muerto. Susana San Juan, hija de un minero muerto en las minas de La Andrómeda. Veía claro. "Tendré que ir allá a morir", pensó. Luego dijo:
-Le he dicho que tú, aunque viuda, sigues viviendo con tu marido, o al menos así te comportas; he tratado de disuadirlo, pero se le hace torva la mirada cuando yo le hablo, y en cuanto sale a relucir tu nombre, cierra los ojos. Es, según yo sé, la pura maldad. Eso es Pedro Páramo.
-¿Y yo quién soy?
-Tú eres mi hija. Mía. Hija de Bartolomé San Juan.
En la mente de Susana San Juan comenzaron a caminar las ideas, primero lentamente, luego se detuvieron, para después echar a correr de tal modo que no alcanzó sino a decir:
-No es cierto. No es cierto.
-Este mundo que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Porqué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana. ¿Porqué me niegas a mí como tu padre? ¿Estás loca?
-¿No lo sabías?
-¿Estás loca?
-Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?
-¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra? Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a su padre que vaya a seguir explotando sus minas. Y allá . . . me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde nadie va nunca . . . ¿No lo crees?
-Puede ser.
-Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien ¿No crees tú?
-No lo veo difícil.
-Entonces andando Fulgor, andando.
-¿Y si ella lo llega a saber?
-¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?
-Estoy seguro que nadie.
-Quítale el "estoy seguro que". Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien. Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrerar con la hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor.
-Me vuelve a gustar como acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos.
Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, b ajo los arcos del portal, y esperan.
La lluvia sigue cayendo sobre los charcos.
Entre surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no han venido hoy al mercado, ocupados en romper sus surcos para que el agua busque nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando en la tierra anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo.
Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus mojados gabanes de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al cielo, que no suelta sus nubes.
Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar, y de ser posible y de haber, un cedazo para colar el atole. El gabán se les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan: "Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer."
Justina Díaz, cubierta con paraguas, venía por la calle derecha que viene de la Media Luna, rodeando los chorros que borbotaban sobre las banquetas. Hizo la señal de la cruz y se persignó al pasar por la puerta de la iglesia mayor. Entró en el portal. Los indios voltearon a verla. Vio la mirada de todos como si la escudriñaran. Se detuvo en el primer puesto, compró diez centavos de hojas de romero, y regresó, seguida por las miradas en hilera de aquel montón de indios.
"Lo caro que está todo en este tiempo -dijo, al tomar de nuevo el camino hacia la Media Luna-. Este triste ramito de romero por diez centavos. No alcanzará ni siquiera para dar olor".
Los indios levantaron su puestos al oscurecer. Entraron en la lluvia con sus pesados tercios a la espalda; pasaron por la iglesia para rezarle a la Virgen, dejándole un manojo de tomillo de limosna. Luego enderezaron hacia Apango, de donde habían venido. "Ahí será otro día", dijeron. Y por el camino iban contándose chistes y soltando la risa.
Justina Díaz entró en el dormitorio de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviera dormida. Las sintió así y se alegró. Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de aquella pieza oscura.
-¡Justina! -le dijeron.
Ella volvió la cabeza. No vio a nadie; pero sintió una mano sobre su hombro y la respiración de sus oídos. La voz en secreto: "Vete de aquí, Justina. Arregla tus enseres y vete. Ya no te necesitamos."
-Ella sí me necesita -dijo, enderezando el cuerpo-. Está enferma y me necesita.
-Ya no, Justina. Yo me quedaré aquí a cuidarla.
-¿Es usted, don Bartolomé? -y no esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: "Parece ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano."
La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida.
-¿Qué te pasa, Justina? ¿Por qué gritas? -preguntó Susana San Juan.
-Yo no he gritado, Susana. Has de haber estado soñando.
-Ya te he dicho que yo no sueño nunca. No tienes consideración de mí. Estoy muy desvelada. Anoche no echaste fuera al gato y no me dejó dormir.
-Durmió conmigo, entre mis piernas. Estaba ensopado y por lástima lo dejé quedarse en mi cama; pero no hizo ruido.
-No, ruido ni hizo. Sólo se la pasó haciendo circo, brincando de mis pies a mi cabeza, y maullando quedito como si tuviera hambre.
-Le di bien de comer y no se despegó de mí en toda la noche. Estás otra vez soñando mentiras, Susana.
-Te digo que pasó la noche asustándome con sus brincos. Y aunque sea muy cariñoso tu gato, no lo quiero cuando estoy dormida.
-Ves visiones, Susana. Eso es lo que pasa. Cuando venga Pedro Páramo le diré que ya no te aguanto. Le diré que me voy. No faltará gente buena que me dé trabajo. No todos son maniáticos como tú, ni se viven mortificándola a una como tú. Mañana me iré y me llevaré al gato y te quedarás tranquila.
-No te irás de aquí, maldita y condenada Justina. No te irás a ninguna parte porque nunca encontrarás quien te quiera como yo.
-No, no me iré, Susana. No me iré. Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa que me hagas renegar, te cuidaré siempre.
La había cuidado desde que nació . La había tenido entre sus brazos. La había enseñado a andar. A dar esos pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y sus ojos "como de dulce". "El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y Azul. Revuelto con menta y yerbabuena." Le mordía las piernas. La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete. "Juega -le decía-, juega con este juguetito tuyo." La hubiera apachurrado y hecho pedazos.
Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra.
Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas.
Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.
Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando de encontrarle la cara:
-¿Eres tú, Bartolomé? -preguntó.
Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor.
Se durmió y no despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó:
-¡Justina!
Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada.
-¿Qué quieres, Susana?
-El gato. Otra vez ha venido.
-Pobrecita de ti, Susana.
Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le preguntó:
-¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina.
-Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy largo. Te has quedado sola. Susana.
-Entonces era él -y sonrió-. Viniste a despedirte de mí -dijo, y sonrió.
Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho:
-Baja, Susana, y dime lo que ves.
Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera.
-No veo nada, papá.
-Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo.
Y la alumbró con su lámpara.
-No veo nada, papá.
-Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo.
Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa:
-Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo.
Y ella bajó y bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando "en el no encuentro dónde poner los pies".
-Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo.
Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía:
-¡ Dame lo que está allí, Susana!
Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.
-Es una calavera de muerto- dijo.
-Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres.
El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo entre sus manos.
-Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana.
Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre.
Por eso reía ahora.
-Supe que eras tú, Bartolomé.
Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa se convertía en carcajada.
Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en lluvia.
Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra.
Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.
Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz.
No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios. Pregunta:
-¿Eres tú, padre?
-Soy tu padre, hija mía.
Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. "Se te está muriendo de pena el corazón -piensa-. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón."
Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería.
¡Déjame consolarte con mi desconsuelo! -dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos.
El padre Rentería la dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó a sacudirla, apagándola de un soplo.
Entonces volvió la oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas.
El padre Rentería le dijo:
-He venido a confortarte, hija.
-Entonces adiós, padre -contestó ella-. No vuelvas. No te necesito.
Y oyó cuando se alejaban los pasos que siempre dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo.
-¿Para qué vienes a verme, si estás muerto?
El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de la noche.
El viento seguía soplando.
Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo.
-¿Para qué lo solicitas?
-Quiero hablar cocon él.
-No está.
-Dile, cucuando regrese, que vengo de paparte de don Fulgor.
-Lo iré a buscar; pero aguántate unas cuantas horas.
-Dile es cocosa de urgencia.
-Se lo diré.
El hombre al que decían el Tartamudo aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, que nunca había visto, se le puso enfrente:
-¿Qué se te ofrece?
-Necesito hablar directamente cocon el patrón.
-Yo soy. ¿Qué quieres?
- Pues, nanada más esto. Mataron a don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía. Habíamos ido por el rurrumbo de los vertederos para averiguar por qué se estaba escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de hombres que nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella brotó una voz que dijo: "Yo a ése le coconozco. Es el administrador de la Memedia Luna."
"A mí ni me totomaron en cuenta. Pero a don Fulgor le mandaron soltar la bestia. Le dijeron que eran revolucionarios. Que venían por las tierras de usté.'¡Cocórrale! -le dijeron a don Fulgor-. ¡Vaya y dígale a su patrón que allá nos veremos!' Y él soltó la cacalda, despavorido. No muy de prisa por lo pepesado que era; pero corrió. Lo mataron,cocorriendo. Murió cocon una pata arriba y otra abajo."
"Entonces yo ni me momoví. Esperé que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle lo que papasó."
-¿Y qué esperas? ¿Por qué no te mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo que se les ofrezca. Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La Consagración. ¿Conoces al Tilcuate? Allí estará. Dile que necesito verlo. Y a esos fulanos avísales que los espero en cuanto tengan un tiempo disponible. ¿Qué jaiz de revolucionarios son?
-No lo sé. Ellos ansí se nonombran.
-Dile al Tilcuate que lo necesito más que de prisa.
-Así lo haré, papatrón.
Pedro Páramo volvió a encerrarse en su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le preocupaba Fulgor, que al fin y al cabo ya estaba "más para la otra que para ésta". Había dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que sea de cada quien. "De todos modos, los 'tilcuatazos' que se van a llevar esos locos", pensó.
Pensaba más en Susana San Juan, metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando no, como si durmiera. La noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared, observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el desmorecimiento.
Desde que la había traído a vivir aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo terminaría aquello.
Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague.
Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla.
Él creía conocerla. Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los demás recuerdos.
¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber.
"Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea..."
-Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice.
". . . Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas.
" -En el mar sólo me sé bañar desnuda -le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen 'picos feos', que gruñen como si roncaran y después de que sale el sol desaparecen. El me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí."
Es como si fuera un 'pico feo', uno más entre todos me dijo. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad.
" Y se fue."
"Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo con él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo."
" Me gusta bañarme en el mar" -le dije.
"Pero él no comprende"
"Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome en sus olas"
Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de cerrilleras. Eran cerca de veinte . Pedro Páramo los invitó a cenar a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles.
Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra el Tilcuate.
-Patrones -les dijo cuando vio que acababan de comer-, ¿ en que más puedo servirlos?
-¿Usted es el dueño de esto? -preguntó uno abanicando la mano.
Pero otro lo interrumpió diciendo:
-¡Aquí yo soy el que hablo!
-Bien. ¿qué se les ofrece? -volvió a preguntar Pedro Páramo.
-Como usté ve, nos hemos levantado en armas.
-¿Y?
-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?
-¿Pero por qué lo han hecho?
-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.
-Yo sé la causa dijo otro. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir.
-¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? -preguntó Pedro Páramo. -Tal vez yo pueda ayudarlos.
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