Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas:
Mi novia me dio un pañuelo con orillas de llorar . . .
En falsete. Como si fueran mujeres las que cantaran.
Vi pasar las carretas. Lo bueyes moviéndose despacio. El crujir de las piedras bajo las ruedas. Los hombres como si vinieran dormidos.
"...Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, copeteadas de salitre, de mazorcas, yerba de pará. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allá te acostumbrarás a los 'derrepentes', mi hijo."
Carretas vacías remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.
Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros.
Entonces alguien me tocó los hombros.
-¿ Qué hace usted aquí?
-Vine a buscar . . . -y ya iba a decir a quién, cuando me detuve-: vine a buscar a mi padre.
-¿ Y por qué no entra?
Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otro mitad un hombre y una mujer.
-¿ No están ustedes muertos? -les pregunté.
Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente.
-Está borracho -dijo el hombre.
-Solamente está asustado -dijo la mujer.
Había un aparato de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también.
-Oímos que alguien se quejaba y daba de cabezazos contra nuestra puerta. Y allí estaba usted. ¿Qué es lo que le ha pasado?
-Me han pasado tantas cosas, que mejor quisiera dormir.
-Nosotros ya estábamos dormidos.
-Durmamos, pues.
La madrugada fue apagando mis recuerdos.
Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.
-¿Quién será? -preguntaba la mujer.
-Quién sabe -contestaba el hombre.
-¿Cómo vendría a dar aquí?
-Quién sabe.
-Como que le oí decir algo de su padre.
-Yo también le oí decir eso.
-¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.
-Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.
-Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡ Levántate!
-¿ Y para qué quieres que me levante?
-No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.
- En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir. Fue lo único que dijo.
Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño.
Y al rato otra vez:
-Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.
-¿Qué preguntas puede hacernos?
-Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?
-Déjalo. Debe estar muy cansado.
-¿Crees tú?
-Ya cállate, mujer.
-Mira, se mueve. ¿ Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.
-¿Qué te ha sucedido a ti?
-Aquello.
-No sé de qué hablas.
-No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.
-¿De cuál eso? -De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.
-¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?
-Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡ Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.
-Déjame en paz, mujer.
El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongando; pero con voz muy queda:
-Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro, eso no se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga . . . Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.
Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:
-Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú ni lo reconociste.
-Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!
-¿Y por qué me voy a dormir, si no tengo sueño?
-¡Levántate y lárgate a donde no des guerra!
-Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que yo voy a dejarle.
-Díselo.
-No podré. Me dará miedo.
-Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.
-Eso haré.
-¿Y qué esperas?
-Ya voy
Sentí que la mujer bajaba de la cama. Sus pies descalzos taconeaban el suelo y pasaban por encima de mi cabeza. Abrí y cerré los ojos.
Cuando desperté, había un sol de mediodía. Junto a mí, un jarro de café. Intenté beber aquello. Le di unos sorbos.
-No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos . . .
Era una voz de mujer.
-No se preocupe por mí -le dije-. Por mí no se preocupe. Estoy acostumbrado. ¿Cómo se va uno de aquí?
-¿Para dónde?
-Para donde sea
-Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá -y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto-. Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.
-Quizá por ése fue por donde vine.
-¿Para dónde va?
-Va para Sayula
-Imagínese usted. Yo que creía que Sayula quedaba de este lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente, ¿no?
-La que hay en todas partes.
-Figúrese usted. Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida.
-¿A dónde fue su marido?
-No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿ Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahi desbalagado. Al menos eso me dijo.
-¿Cuánto hace que están ustedes aquí?
-Desde siempre. Aquí nacimos.
-Debieron conocer a Dolores Preciado.
-Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternamente . . . Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? -y se acercó a donde le daba el sol-. ¡Mírame la cara!
Era una cara común y corriente.
-¿Qué es lo que quiere que le mire? -¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote que me llenan de arriba a abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.
- ¿Y quién la pueda ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie.
-Eso cree usted: pero todavía hay algunos. ¿ Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, Si Melquiades, si Prudencio, el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no sé qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de Padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:
"-Eso no se perdona -me dijo.
-Estoy avergonzada.
-No es el remedio
-¡Cásenos usted!
-¡Apártense!
-Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quien confirmar cuando regrese."
-Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.
-Pero ¿cómo viviremos?
-Como viven los hombres."
Y se fue, montando en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?
-Sí, lo oigo.
-Es él.
Se abrió la puerta.
-¿Qué pasó con el becerro? -preguntó ella.
-Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré.
-¿Me vas a dejar sola a la noche?
-Puede ser que sí.
-No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche.
-Esta noche iré por el becerro.
-Acabo de saber -intervine yo- que son ustedes hermanos.
-¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros.
-Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa.
-¿Qué entiende usted?
Ella se puso a su lado, apoyándose en sus hombros y diciendo también:
-¿Qué entiende usted?
-Nada -dije-. Cada vez entiendo menos -y añadí-: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día.
-Es mejor que espere -me dijo él-. Aguarde hasta mañana. No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré.
-Está bien.
Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día.
Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna.
El hombre y la mujer no estaban conmigo. Salieron por la puerta que daba al patio y cuando regresaron ya era de noche. Así que ellos no supieron lo que había sucedido mientras andaban afuera.
Y esto fue lo que sucedió:
Viniendo de la calle, entró una mujer en el cuarto. Era vieja de muchos años, flaca como si le hubieran achicado el cuerpo. Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía. Se fue derecho a donde estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculcó. Puso unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no despertarme.
Yo me quedé tieso, aguantando la respiración, buscando mirar hacia otra parte. Hasta que al fin logré torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se había juntado con la luna.
-¡Tome esto! -oí.
No me atrevía a volver la cabeza.
-¡Tómelo! Le hará bien. Es agua de azahar. Sé que está asustado porque tiembla. Con esto se le bajará el miedo.
Reconocí aquellas manos y al alzar los ojos reconocí la cara. El hombre, que estaba detrás de ella, preguntó:
-¿Se siente usted enfermo?
-No sé. Veo cosas y gente donde quizá ustedes no vean nada. Acaba de estar aquí una señora. Ustedes tuvieron que verla salir.
-Vente -le dijo él a la mujer-. Déjalo solo. Debe ser un místico.
-Debemos acostarlo en la cama. Mira cómo tiembla, de seguro tiene fiebre.
-No le hagas caso. Estos sujetos se ponen en ese estado para llamar la atención. Conocí a uno en la Media Luna que se decía adivino. Lo que nunca adivinó fue que se iba a morir en cuanto el patrón le adivinó lo chapucero. Ha de ser un místico de ésos. Se pasan la vida recorriendo los pueblos "a ver lo que la Providencia quiera darles"; pero aquí no va a encontrar ni quien le quite el hambre. ¿Ves cómo ya dejó de temblar? Y es que nos está oyendo.
Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz.
Las paredes reflejando el sol de la tarde. Mis pasos rebotando contra las piedras. El arriero que me decía: "¡Busque a doña Eduviges, si todavía vive!"
Luego un cuarto a obscuras. Una mujer roncando a mi lado. Noté que su respiración era dispareja como si estuviera entre sueños, más bien como si no durmiera y sólo imitara los ruidos que produce el sueño. La cama era de otate cubierta con costales que olían a orines, como si nunca los hubieran oreado al sol; y la almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño.
Junto a mis rodillas sentí las piernas desnudas de la mujer, y junto a mi cara su respiración. Me senté en la cama apoyándome en aquél como adobe de la almohada.
-¿No duerme usted? -me preguntó ella.
-No tengo sueño. He dormido todo el día. ¿Dónde está su hermano?
-Se fue por esos rumbos. Ya usted oyó adónde tenía que ir. Quizá no venga esta noche.
-¿De manera que siempre se fue? ¿A pesar de usted?
-Sí. Y tal vez no regrese. Así comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy a ir más allá. Hasta que se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron. Él siempre ha tratado de irse, y creo que ahora le ha llegado su turno. Quizá sin yo saberlo, me dejó con usted para que me cuidara. Vio su oportunidad. Eso del becerro cimarrón fue sólo un pretexto. Ya verá usted que no vuelve.
Quise decirle: "Voy a salir a buscar un poco de aire, porque siento naúseas"; pero dije:
-No se preocupe. Volverá.
Cuando me levanté, me dijo:
-He dejado en la cocina algo sobre las brasas. Es muy poco; pero es algo que puede calmarle el hambre.
Encontré un trozo de cecina y encima de las brasas unas tortillas.
-Son cosas que le pude conseguir -oí que me decía desde allá-. Se las cambié a mi hermana por dos sábanas limpias que yo tenía guardadas desde el tiempo de mi madre. Ella ha de haber venido a recogerlas. No se lo quise decir delante de Donis; pero ella fue la mujer que usted vio y que lo asustó tanto.
Un cielo negro, lleno de estrellas. Y junto a la luna la estrella más grande de todas.
-¿No me oyes? -pregunté en voz baja.
Y su voz me respondió: -¿Dónde estás?
-Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a tu gente. ¿No me ves?
-No, hijo, no te veo.
Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra.
-No te veo.
Regresé al mediotecho donde dormía aquella mujer y le dije:
-Me quedaré aquí, en mi mismo rincón. Al fin y al cabo la cama está igual de dura que el suelo. Si algo se les ofrece, avíseme.
Ella me dijo:- Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué no quieres cuidarme? Vente a dormir aquí conmigo.
-Aquí estoy bien.
-Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas.
Entonces fui y me acosté con ella.
El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. de su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.
Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que caía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
Digo para siempre.
Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolinos sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.
-¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado, como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.
-Tienes razón Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?
-Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.
-Es cierto Dorotea. Me mataron los murmullos.
"Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida..."
-Sí. Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.
"Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba en mis cabales, recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por la mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se enchinó el pellejo. Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza. ¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver".
-Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté.
-Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: "Ruega a Dios por nosotros." Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.
-Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
-Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión.
-¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre mirando de reojo como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el "bendito" y al otro el "maldito". El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez: "Esto prueba lo que te demuestra".
"Tú sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise decir que aquello era sólo mi estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero otro de aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de salida: 'Ve a descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu purgatorio sea menos largo.´
"Ése fue el sueño 'maldito' que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca había tenido ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte. Después de que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. 'Nadie me hará caso', pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves ni siquiera le robé espacio a la tierra. Me enterraron en la misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre ser yo la que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes? Allá afuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?"
-Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.
Al amanecer, gruesas gotas de lluvia cayeron sobre la tierra. Sonaban huecas al estamparse en el polvo blando y suelto de los surcos. Un pájaro burlón cruzó a ras del suelo y gimió imitando el quejido de un niño; más allá se le oyó dar un gemido como de cansancio, y todavía más lejos, por donde comenzaba a abrirse el horizonte, soltó un hipo y luego una risotada, para volver a gemir después.
Fulgor Sedano sintió el olor de la tierra y se asomó a ver cómo la lluvia desfloraba los surcos. Sus ojos pequeños se alegraron. Dio hasta tres bocanadas de aquel sabor y sonrió hasta enseñar los dientes.
-¡Vaya! -dijo-. Otro buen año se nos echa encima." Y añadió: "Ven, agüita, ven. ¡Déjate caer hasta que te canses! Después córrete para allá, acuérdate que hemos abierto a la labor toda la tierra, nomás para que te des gusto."
Y soltó la risa. El pájaro burlón que regresaba de recorrer los campos pasó casi frente a él y gimió con un gemido desgarrado.
El agua apretó su lluvia hasta que allá, por donde comenzaba a amanecer, se cerró el cielo y pareció que la oscuridad, que ya se iba, regresaba. La puerta grande de la Media Luna rechinó al abrirse, remojada por la brisa. Fueron saliendo primero dos, luego otros dos, después otros dos y así hasta doscientos hombres a caballo que se desparramaron por los campos lluviosos.
-Hay que aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y el de Estagua córranlo para los cerros de Vilmayo -les iba ordenando Fulgor Sedano conforme salían-. ¡Y apriétenle, que se nos vienen encima las aguas!.
Lo dijo tantas veces, que ya los últimos sólo oyeron: "De aquí para allá y de allá para más allá." Todos y cada uno se llevaban la mano al sombrero para darle a entender que ya habían entendido.
Y apenas había acabado de salir el último hombre, cuando entró a todo galope Miguel Páramo, quien, sin detener su carrera, se apeó del caballo casi en las narices de Fulgor, dejando que el caballo buscara solo su pesebre.
¿-De dónde vienes a estas horas, muchacho? -Vengo de ordeñar. -¿A quién? -¿A que no lo adivinas? -Ha de ser a Dorotea, la Cuarraca. Es a la única que le gustan los bebés. -Eres un imbécil, Fulgor; pero no tienes tú la culpa.
Y se fue, sin quitarse las espuelas, a que le dieran de almorzar.
En la cocina, Damiana Cisneros también le hizo la misma pregunta:
-¿Pero de dónde llegas, Miguel?
-De por ahí, de visitar madres.
-No quiero que te enojes. Disimúlalo. ¿Cómo se te hacen los huevos?
-Como a ti te gusten.
-Te estoy hablando de buen modo, Miguel.
-Lo entiendo, Damiana. No te preocupes. Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada la Cuarraca?
-Sí. Y si tú la quieres ver, allí está afuerita.
-Siempre madruga para venir aquí por su desayuno. Es una que trae un molote; en su rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna.
-¡Maldito viejo! Le voy a jugar una mala pasada que hasta le harán remolino los ojos.
Después se quedó pensando si aquella mujer no le serviría para algo. Y sin dudarlo más fue hacia la puerta trasera de la cocina y llamó a Dorotea:
-Ven para acá, te voy a proponer un trato -le dijo.
Y quién sabe qué clase de proposiciones le haría, lo cierto es que cuando entró de nuevo se frotaba las manos:
-¡Vengan esos huevos! -le gritó a Damiana. Y agregó: -De hoy en adelante le darás de comer a esa mujer lo mismo que a mí, no le hace que se te ampolle el codo.
Mientras tanto, Fulgor Sedano se fue hasta las trojes a revisar la altura del maíz. Le preocupaba la merma porque aún tardaría la cosecha. A decir verdad, apenas si se había sembrado. "Quiero ver si nos alcanza." Luego añadió: "¡Ese muchacho! igualito a su padre; pero comenzó demasiado pronto. A ese paso no creo que se logre. Se me olvidó mencionarle que ayer vinieron con la acusación de que había matado a uno. Si así sigue. . ."
Suspiró y trató de imaginar en qué lugar irían ya los vaqueros. Pero lo distrajo el potrillo alazán de Miguel Páramo, que se rascaba los morros contra la barda. "Ni siquiera lo ha desensillado", pensó."Ni lo hará. Al menos don Pedro es más consecuente con uno y tiene sus ratos de calma. Aunque consiente mucho al Miguel. Ayer le comuniqué lo que había hecho su hijo y me respondió: 'Hazte a la idea de que yo fui, Fulgor; él es incapaz de hacer eso: no tiene todavía fuerza para matar a nadie. Para eso se necesita tener los riñones de este tamaño.' Puso sus manos así, como si midiera una calabaza. ''La culpa de todo lo que él haga échamela a mí.'"
-Miguel le dará muchos dolores la cabeza, don Pedro. Le gusta la pendencia.
-Déjalo moverse. Es apenas un niño. ¿Cuántos años cumplió? Tendrá diecisiete. ¿No, Fulgor?
-Puede que sí. Recuerdo que se lo trajeron recién, apenas ayer; pero es tan violento y vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará por perder, ya lo verá usted.
-Es todavía una criatura, Fulgor.
-Será lo que usted diga, don Pedro; pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí alegando que el hijo de usted le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada. Yo sé medir el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le of recí cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no los quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo. No se conformó.
-¿De quién se trataba?
-Es gente que no conozco.
-No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no existe.
Llegó a las trojes y sintió el calor del maíz. Tomó en sus manos un puñado para ver si no lo había alcanzado el gorgojo. Midió la altura: ''Rendirá -dijo-. En cuanto crezca el pasto ya no vamos a requerir darle maíz al ganado. Hay de sobra."
De regreso miró el cielo lleno de nubes: "Tendremos agua para un buen rato." Y se olvidó de todo lo demás.
-Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores . . . Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció.
-No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo mi interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la verí a . . . Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido . . . El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.
-¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
-Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: "Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más." Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.
Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Oyó que siguieron tocando todas las puertas, despertando a la gente. La carrera que llevaba Fulgor -lo conoció por sus pasos- hacia la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de volver a llamar. Después siguió corriendo.
Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado.
Ruidos vagos.
Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces diciéndole: ¨¡Han matado a tu padre!" Con aquella voz quebrada, deshecha sólo unida por el hilo del sollozo.
Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.
-¡Descánselo aquí! No, así no. Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas?
Todo en voz baja.
-¿Y él?
-El duerme. No lo despierten. No hagan ruido. Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si lo hubieran amortajado.
-¿Quién es? preguntó.
Fulgor Sedano se acercó hasta él y le dijo:
-Es Miguel, don Pedro.
-¿Qué le hicieron? -gritó.
Esperaba oír: "Lo han matado." Y ya estaba previniendo su furia, haciendo bolas duras de rencor pero oyó las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decian:
-Nadie le hizo nada. Él solo encontró la muerte.
Había mecheros de petróleo aguzando la noche.
-. . . Lo mató el caballo -se acomidió a decir uno.
Lo tendieron en su cama, echando abajo el colchón, dejando las puras tablas, donde acomodaron el cuerpo ya desprendido de las tiras con que habían venido tirando de él. Le colocaron las manos sobre el pecho y taparon su cara con un trapo negro. "Parece más grande de lo que era", dijo en secreto Fulgor Sedano.
Pedro Páramo se había quedado sin expresión ninguna como ido. Por encima de él sus pensamientos se seguían unos a otros sin darse alcance ni juntarse. Al fin dijo:
-Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto.
No sintió dolor.
Cuando le habló a la gente reunida en el patio para agradecerle su compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo alazán de Miguel Páramo.
-Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo -le ordenó a Fulgor Sedano.
-Está bien, don Pedro. Lo entiendo. El pobre se ha de sentir desolado.
-Yo también lo entiendo así, Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto escándalo, es mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas ganas.
El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.
Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.
"El asunto comenzó -pensó- cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: 'Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro Páramo.' 'Me acuso, padre, que tuve un hijo de Pedro Páramo.' 'De que le presté mi hija a Pedro Páramo.' Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento."
Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido.
Le había dicho:
-Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.
-Y él ni lo dudó, solamente le dijo:
-¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura.
-Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.
-¿De verdad cree usted que tengo mala sangre?
-Realmente sí, don Pedro.
-Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo.
-En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento.
El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora.
-¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo.
Después había abierto la botella:
-Por la difunta y por usted beberé este trago.
-¿Y por él?
-Por él también, ¿por qué no?
Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura.
-Así fue.
Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río "¿De quién te escondes?", se preguntó a sí mismo.
-¡Adiós, padre! -oyó que le decían.
Se alzó de la tierra y contestó:
-¡Adiós! Que el Señor te bendiga.
Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos.
-Padre, ¿ya dieron el alba? -preguntó otro de los carreteros.
-Debe ser mucho después del alba -respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse.
-¿Adónde tan temprano, padre?
-¿Dónde está el moribundo, padre?
-¿Ha muerto alguien en Contla, padre?
Hubiera querido responderles: "Yo. Yo soy el muerto." Pero se conformó con sonreír.
Al salir del pueblo precipitó sus pasos:
Regresó entrada la mañana.
-¿Dónde estuvo usted, tío? -le preguntó Ana, su sobrina-. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero.
-Que regresen a la noche.
Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga.
-¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana?
-Hace calor, tío.
-Yo no lo siento.
No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:
-Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él; hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son los suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otro lugar.
-¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?
-Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estas en pecado.
-¿Y si suspenden mis ministerios?
-No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.
-¿No podría usted . . .? Provisionalmente, digamos . . . Necesito dar los santos óleos . . . la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.
-Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.
-¿Entonces, no?
Y el señor cura de Contla había dicho que no.
Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.
-Son ácidas, padre -se adelantó el señor cura la pregunta que le iba a hacer- Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso.
-Tiene usted razón, señor cura. Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios Y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿.Recuerda usted las guayabas de China que teníamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita. . . . después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.
-Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?
-Así es la voluntad de Dios.
-No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?
-A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen.
-¿Y entre ésos estás tú?
-Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo.
Luego se habían despedido. Él, tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la realidad. no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.
Se levantó y fue hacia la puerta.
-¿Adónde va usted, tío?
Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida.
-Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento.
-¿Se siente mal?
-Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy.
Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con él:
-No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será.
Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de miseria. Se sentó a confesar.
La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las puertas de la iglesia.
Sintió que olía a alcohol.
-¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo?
-Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.
-Nunca has sido otra cosa, Dorotea.
-Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra.
En varias ocasiones él le había dicho: "No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás."
-Ahora sí, padre. Es de verdad.
-Di.
-Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo.
El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre:
-¿Desde cuándo?
-Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual.
-Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea.
-Pos que yo era la que le conchavaba las muchachas a Miguelito.
-¿Se las llevabas?
-Algunas veces, si. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.
-¿Fueron muchas?
No quería decir eso; pero le salió la pregunta por costumbre.
-Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.
-¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte.
-Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo.
-¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone.
-Gracias, padre.
-Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte.
-¿No me deja ninguna penitencia?
-No la necesitas, Dorotea.
-Gracias, padre.
-Ve con Dios.
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