-Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo.
-Pos yo ahi al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo?
-Les voy a dar cien mil pesos -les dijo Pedro Páramo . ¿Cuántos son ustedes?
-Semos trescientos.
-Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo,a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así?
-Pero cómo no.
-Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.
-Sí -dijo el último al salir. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre.
Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.
-¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? -le preguntó más tarde al Tilcuate.
-Pues a mí se me figura que es el barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los ojos. Me late que es él . . . Me equivoco pocas veces, don Pedro.
-No, Damasio, el jefe eres tú. ¿ O qué, no te quieres ir a la revuelta?
-Pero si hasta se me hace tarde. Con lo que me gusta a mí la bulla.
-Ya viste pues de qué se trata, así que ni necesitas mis consejos. Júntate trescientos muchachos de tu confianza y enrólate con esos alzados. Diles que les llevas la gente que les prometí. Lo demás ya sabrás tú cómo manejarlo.
-¿Y del dinero qué les digo? ¿También se los entriego?
-Te voy a dar diez pesos para cada uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les dices que el resto está aquí guardado y a su disposición. No es conveniente cargar tanto dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis ¿Te gustaría el ranchito de la Puerta de Piedra? Bueno pues es tuyo desde ahorita. Le vas a llevar un recado al Licenciado Gerardo Trujillo, de Comala, y allí mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices, Damasio?
-Eso ni se pregunta, patrón. Aunque con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto. Como si usted no me conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá por lo menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo.
-Y mira, ahi de pasada arréate unas cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es movimiento.
-¿No importa que sean cebuses?
-Escoge de las que quieras, y las que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a nuestro asunto, procura no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros que vean el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna novedad.
-Nos veremos patrón.
-¿Qué es lo que dice Juan Preciado?
-Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido. Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice.
-¿A quién se refiere?
-A alguien que murió antes que ella, seguramente.
-¿Pero quién pudo ser?
-No sé. Dice que en la noche en la cual él tardó en venir sintió que había regresado ya muy noche, quizá de madrugada. Lo notó apenas, porque sus pies, que habían estado solos y fríos, parecieron envolverse en algo; que alguien los envolvía en algo y les da calor. Cuando despertó los encontró liados en un periódico que ella había estado leyendo mientras lo esperaba y que había dejado caer al suelo cuando ya no pudo soportar el sueño. Y que allí estaban sus pies envueltos en periódico cuando vinieron a decirle que él había muerto.
-Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque oye como un crujir de tablas.
-Sí, yo también lo oigo.
-Esa noche volvieron a sucederse los sueños ¿Porqué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Porqué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?
-Florencio ha muerto, señora.
-¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿O se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia. "¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿del mío? ¡Oh!, porqué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y yo lo que quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré de mis doloridos labios?"
Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporreaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto se apagaría.
Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquélla débil luz con que él la veía?
Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan.
Ella despertó un poco antes del amanecer. Sudorosa tiró al suelo las pesadas cobijas y se deshizo hasta el calor de las sábanas. Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida.
Así fue como la encontró horas después el padre Rentería; desnuda y dormida.
-¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?
-Sé que hubo alguna balacera anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto, pero de ahi en más no sé nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?
-Llegaron unos heridos a Comala. Mi mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron que eran de la gente de Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se encontraron con unos que se dicen villistas.
-¡Qué caray, Gerardo! Estoy viendo llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?
-Me voy, don Pedro. A Sayula. Allá volveré a establecerme.
-Ustedes los abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les rompan el hocico.
-Ni crea, don Pedro; siempre nos andamos creando problemas. Además duele dejar a personas como usted, y las diferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde quiere que le deje los papeles?
-No los dejes. Llévatelos. ¿O qué no puedes seguir encargado de mis asuntos allá a donde vas?
-Agradezco su confianza, don Pedro. La agradezco sinceramente. Aunque hago la salvedad de que me será imposible. Ciertas irregularidades. . .Digamos. . . Testimonios que nadie sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de llegar a caer en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted.
-Dices bien. Gerardo. Déjalos aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me puede discutir la propiedad de lo que tengo?
-Indudablemente nadie, don Pedro. Nadie. Con su permiso.
-Ve con Dios, Gerardo.
-¿Qué dijo usted?
-Digo que Dios te acompañe.
El licenciado Gerardo Trujillo salió despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos pasos tan cortos, tan sin ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había servido a don Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro. La verdad es que esperaba una compensación. Una retribución grande y valiosa. Le había dicho a su mujer:
-Voy a despedirme de don Pedro. Sé que me gratificará . Estoy por decir que con el dinero que él me dé nos estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto de nuestro días.
Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué? Ella no estuvo segura de que consiguiera algo:
-Tendrás que trabajar muy duro allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada.
-¿Por qué lo dices?
-Lo sé.
Siguió andando hacia la puerta, atento a cualquier llamado: "¡Ey, Gerardo! Lo preocupado que estoy no me ha permitido pensar en ti. Pero yo te debo favores que no se pagan con dinero. Recibe esto: un regalo insignificante."
Pero el llamado no vino. Cruzó la puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba amarrado al horcón. Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si lo llamaban, caminó hacia Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que la Media Luna se perdía detrás de él, pensó: "Sería mucho rebajarme si le pidiera un préstamo."
-Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré llevando sus asuntos.
Lo dijo, sentado nuevamente en el despacho de Pedro Páramo, donde había estado no hacía ni media hora.
-Está bien, Gerardo. Allí están los papeles, donde tú los dejaste.
-Desearía también . . . Los gastos . . . El traslado . . . Un mínimo adelanto de honorarios . . . Algo extra, por si usted lo tiene a bien.
-¿Quinientos?
-¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más?
-¿Te conformas con mil?
-¿Y si fueran cinco?
-¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más.
Se quedó meditando. La cabeza caída. Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo: ¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho!
Lo libró de la cárcel cuando menos unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió con aquél hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás ¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran tierra al asunto: "¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!", les decía.
-Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos muy bien, porque no retoñan.
Y él que todavía estaba en sus cavilaciones, respondió:
-Sí, tampoco los muertos retoñan -y agregó-: Desgraciadamente.
Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.
Lejos, perdido en la oscuridad, se oía el bramido de los toros.
"Esos animales nunca duermen -dijo Damiana Cisneros-. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno."
Se dio vuelta a la cama, acercando la cara a la pared. Entonces oyó los golpes.
Detuvo la respiración y abrió los ojos. Volvió a oír tres golpes secos, como si alguien tocara con los nudos de la mano en la pared. No aquí, junto a ella, sino más lejos; pero en la misma pared.
"¡Válgame! Si no serán los tres toques de San Pascual Bailón, que viene a avisarle a algún devoto suyo que ha llegado la hora de su muerte."
Y como ella había perdido el novenario desde hacía tiempo, a causa de sus reumas, no se preocupó; pero le entró miedo y, más que miedo, curiosidad.
Se levantó del catre sin hacer ruido y se asomó a la ventana.
Los campos estaban negros. Sin embargo, lo conocía tan bien, que vio cuando el cuerpo enorme de Pedro Páramo se columpiaba sobre la ventana de la chacha Margarita.
-¡Ah, qué don Pedro! -dijo Damiana-. No se le quita lo gatero. Lo que no entiendo es por qué le gusta hacer las cosas tan a escondidas; con habérmelo avisado, yo le hubiera dicho a la Margarita que el patrón la necesita para esta noche, y él no hubiera tenido ni la molestia de levantarse de su cama.
Cerró la ventana al oír el bramido de los toros. Se echó, sobre el catre cobijándose hasta las orejas, y luego se puso a pensar en lo que le estaría pasando a la chacha Margarita.
Más tarde tuvo que quitarse el camisón porque la noche comenzó a ponerse calurosa . . .
-¡Daminana! -oyó.
Entonces ella era muchacha.
-¡Ábreme la puerta Damiana!
Le temblaba el corazón como si fuera un sapo brincándole entre las costillas.
-Pero ¿para qué, patrón?
-¡Ábreme, Damiana!
-Pero si ya estoy dormida, patrón.
Después sintió que don Pedro se iba por los largos corredores, dando aquellos zapatazos que sabía dar cuando estaba corajudo.
A la noche siguiente, ella, para evitar el disgusto, dejó la puerta entornada y hasta se desnudó para que él no encontrara dificultades. Pero Pedro Páramo jamás regresó con ella.
Por eso ahora, cuando era la caporala de todas las sirvientas de la Media Luna, por haberse dado a respetar, ahora, que estaba ya vieja, todavía pensaba en aquella noche cuando el patrón le dijo: "¡Ábreme la puerta Damiana!"
Y se acostó pensando en lo feliz que sería a estas horas la chacha Margarita.
Después volvió a oír otros golpes; pero contra la puerta grande, como si la estuvieran aporreando a culatazos.
Otra vez abrió la ventana y se asomó a la noche. No veía nada; aunque le pareció que la tierra estaba llena de hervores, como cuando ha llovido y se enchina de gusanos. Sentía que se levantaba algo así como el calor de muchos hombres. Oyó el croar de las ranas; los grillos; la noche quieta del tiempo de aguas. Luego volvió a oír los culatazos aporreando la puerta.
Una lámpara regó su luz sobre la cara de algunos hombres. Después se apagó.
"Son cosas que a mí no me interesan", dijo Damiana Cisneros, y cerró la ventana.
-Supe que te habían derrotado, Damasio. ¿Por qué te dejas hacer eso?
-Le informaron mal, patrón. A mí no me ha pasado nada. Tengo mi gente enterita. Ahi traigo setecientos hombres y otros cuantos arrimados. Lo que pasó es que unos pocos de los viejos, aburridos de estar ociosos, se pusieron a disparar contra un pelotón de pelones, que resultó ser todo un ejército. Villistas, ¿sabe usted?
-¿Y de dónde salieron ésos?
-Vienen del Norte, arriando parejo con todo lo que encuentran. Parece, según se ve, que andan recorriendo la tierra, tanteando todos los terrenos. Son poderosos. Eso ni quien se los quite.
-¿Y por qué no te juntas con ellos? Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando.
-Ya estoy con ellos.
-¿Entonces para qué vienes a verme?
-Necesitamos dinero, patrón. Ya estamos cansados de comer carne. Ya ni se nos antoja. Y nadie nos quiere fiar. Por eso venimos, para que usted nos provea y no nos veamos urgidos de robarle a nadie. Si anduviéramos remotos no nos importaría darle un entre a los vecinos; pero aquí todos estamos emparentados y nos remuerde robar. Total, es dinero lo que necesitamos para mercar aunque sea una gorda con chile. Estamos hartos de comer carne.
-¿Ahora te me vas a poner exigente, Damasio?
-De ningún modo, patrón. Estoy abogando por los muchachos, por mí, ni me apuro.
Está bien que te acomidas por tu gente; pero sonsácales a otros lo que necesitas. Yo ya te di. Confórmate con lo que te di. Y éste no es un consejo ni mucho menos, ¿pero no se te ha ocurrido asaltar Contla?¿Para qué crees que andas en la revolución? Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras con tu mujer a cuidar gallinas. ¡Échate sobre algún pueblo! Si tú andas arriesgando el pellejo, ¿por qué diablos no van a poner otros algo de su parte? Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que tienen. ¿O acaso creen que tú eres tu pilmama y que estás para cuidarles sus intereses? No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni divirtiéndote. Dales un pegue y ya verás cómo sales con centavos de este mitote.
-Lo que sea, patrón. De usted siempre saco algo de provecho.
-Pues que te aproveche.
Pedro Páramo miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de caballos oscuros confundidos con la noche. El sudor y el polvo; el temblor de la tierra. Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus luces, se dio cuenta de que todos los hombres se habían ido. Quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro.
Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchacha con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca. "Puñadito de carne", le dijo. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan. "Una mujer que no era de este mundo."
En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.
-¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?
-Sí, Susana.
-¿Y es verdad?
-Debe serlo, Susana.
-¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?
-No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.
-Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo.
Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.
-¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?
-Muchos, Susana.
-¿Y no has sentido tristeza?
-Sí, Susana.
-Entonces, ¿qué esperas para morirte?
-La muerte, Susana.
-Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.
Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.
-¿Tú crees en el infierno, Justina?
-Sí, Susana. Y también en el cielo.
-Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.
Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
-¿Cómo está la señora?
-Mal -le dijo agachando la cabeza.
-¿Se queja?
-No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos.
-¿No ha venido el padre Rentería a verla?
-Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.
-¿En gracia de quién?
-De Dios, señor.
-No seas tonta, Justina.
-Como usted lo diga, señor.
Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo, que comenzó a retorcerse en convulsiones.
Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló ¡Susana!" Y volvió a repetir: "¡Susana!"
Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio, moviendo brevemente los labios:
-Te voy a dar la comunión, hija mía.
Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan semidormida estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: "Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio. "Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.
-¿Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz.
-No, Ángeles. No veo ninguna ventana.
-Es que ahorita se ha quedado a oscuras. ¿No estará pasando algo malo en la Madia Luna? Hace más de tres años que está aluzada esa ventana, noche tras noche. Dicen los que han estado allí que es el cuarto donde habita la mujer de Pedro Páramo, una pobrecita loca que le tiene miedo a la oscuridad. Y mire: ahora mismo se ha apagado la luz. ¿No será un mal suceso?
-Tal vez haya muerto. Estaba muy enferma. Dicen que ya no conocía a la gente, y dizque hablaba sola. Buen castigo ha de haber soportado Pedro Páramo casándose con esa mujer.
-Pobre del señor don Pedro.
-No, Fausta. Él se lo merece. Eso y más.
-Mire, la ventana sigue a oscuras.
-Ya deje tranquila esa ventana y vámonos a dormir, que es muy noche para que este par de viejas andemos sueltas por la calle.
Y las dos mujeres, que salían de la iglesia muy cerca de las once de la noche, se perdieron bajo los arcos del portal, mirando cómo la sombra de un hombre cruzaba la plaza en dirección de la Media Luna.
-Oiga, doña Fausta, ¿no se le figura que el señor que va allí es el doctor Valencia?
-Así parece, aunque estoy tan cegatona que no lo podría reconocer.
-Acuérdese que siempre viste pantalones blancos y saco negro. Yo le apuesto a que está aconteciendo algo malo en la Media Luna. Y mire lo recio que va, como si lo correteara la prisa.
-Con tal de que no sea de verdad una cosa grave. Me dan ganas de regresar y decirle al padre Rentería que se dé una vuelta por allá, no vaya a resultar que esa infeliz muera sin confesión.
-Ni lo piense, Ángeles. Ni lo quiera Dios. Después de todo lo que ha sufrido en este mundo, nadie desearía que se fuera sin los auxilios espirituales, y que siguiera penando en la otra vida. Aunque dicen los zahorinos que a los locos no les vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes. Eso sólo Dios lo sabe . . . Mire usted, ya se ha vuelto a prender la luz en la ventana. Ojalá todo salga bien. Imagínese en qué pararía el trabajo que nos hemos tomado todos estos días para arreglar la iglesia y que luzca bonita ahora para la Natividad, si alguien se muere en esa casa. Con el poder que tiene don Pedro, nos desbarataría la función en un santiamén.
-A usted siempre se le ocurre lo peor, doña Fausta. Mejor haga lo que yo: encomiéndelo todo a la Divina Providencia. Récele un Ave María a la Virgen y estoy segura que nada va a pasar de hoy a mañana. Ya después, que se haga la voluntad de Dios, al fin y al cabo, ella no debe estar tan contenta en esta vida.
-Créame, Ángeles, que usted siempre me repone el ánimo. Voy a dormir llevándome al sueño estos pensamientos. Dicen que los pensamientos de los sueños van derecho al cielo. Ojalá que los míos alcancen esa altura. Nos veremos mañana.
-Hasta mañana, Fausta.
Las dos viejas, puerta de por medio, se metieron en sus casas. El silencio volvió a cerrar la noche sobre el pueblo.
-Tengo la boca llena de tierra.
-Sí, padre.
-No digas: "Sí, padre". Repite conmigo lo que yo vaya diciendo.
-¿Qué va usted a decirme? ¿Me va a confesar otra vez? ¿Por qué otra vez?
-Ésta no será una confesión, Susana. Sólo vine a platicar contigo. A prepararte para la muerte.
-¿Ya me voy a morir?
-Sí, hija.
-¿Por qué entonces no me deja en paz? Tengo ganas de descansar. La han de haber encargado que viniera a quitarme el sueño. Que se estuviera aquí conmigo hasta que se me fuera el sueño. ¿Qué haré después para encontrarlo? Nada, padre. ¿Por qué mejor no se va y me deja tranquila?
-Te dejaré en paz, Susana. Conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará . . . Nunca volverás a despertar.
-Está bien, padre. Haré lo que usted diga. El padre Rentería, sentado en la orilla de la cama, puestas las manos sobre los hombros de Susana San Juan, con su boca casi pegada a la oreja de ella para no hablar fuerte, encajaba secretamente cada una de sus palabras: "Tengo la boca llena de tierra". Luego se detuvo. Trató de ver si los labios de ella se movían. Y los vio balbucir, aunque sin dejar salir ningún sonido.
"Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimiendo mis labios . . ."
Se detuvo también. Miró de reojo al padre Rentería y lo vio lejos, como si estuviera detrás de un vidrio empañado. Luego volvió a oír la voz calentando su oído:
-Tragó saliva espumosa; masticó terrones plagados de gusanos que se me anudan en la garganta y raspan la pared del paladar . . . Mi boca se hunde, retorciéndose en muecas, perforada por los dientes que la taladran y devoran. La nariz se reblandece. La gelatina de los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola llamarada . . .
Le extrañaba la quietud de Susana San Juan. Hubiera querido adivinar sus pensamientos y ver la batalla de aquel corazón por rechazar las imágenes que él estaba sembrando dentro de ella. Le miró los ojos y ella le devolvió la mirada. Y le pareció ver como si sus labios forzaran una sonrisa.
-Aún falta más. La visión de Dios. La luz suave de su cielo infinito. El gozo de los querubines y el canto de los serafines. La alegría de los ojos de Dios, última y fugaz visión de los condenados a la pena eterna. Y no sólo eso, sino todo conjugado con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros huesos convertido en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos dar reparos de increíble dolor, no menguando nunca, atizado siempre por la ira del Señor.
"Él me cobijaba entre sus brazos. Me daba amor."
El padre Rentería repasó con la vista las figuras que estaban alrededor de él, esperando el último momento. Cerca de la puerta, Pedro Páramo aguardaba con los brazos cruzados; en seguida, el doctor Valencia, y junto a ellos otros señores. Más allá, en las sombras, un puño de mujeres a las que se les hacía tarde para comenzar a rezar la oración de difuntos.
Tuvo intenciones de levantarse. Dar los santos óleos a la enferma y decir: "He terminado." Pero no, no había terminado todavía. No podía entregar los sacramentos a una mujer sin conocer la medida de su arrepentimiento.
Le entraron dudas. Quizá ella no tenía nada de que arrepentirse. Tal vez él no tenía nada de que perdonarla. Se inclinó nuevamente sobre ella y, sacudiéndole los hombros, le dijo en voz baja:
-Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es inhumano para los pecadores.
Luego se acercó otra vez a su oído; pero ella sacudió la cabeza:
-¡Ya váyase, padre! No se mortifique por mí. Estoy tranquila y tengo mucho sueño.
Se oyó el sollozo de una de las mujeres escondidas en la sombra.
Entonces Susana San Juan pareció recobrar vida. Se alzó en la cama y dijo:
-¡Justina, hazme el favor de irte a llorar a otra parte!
Después sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche.
-Yo. Yo vi morir a doña Susanita.
-¿Qué dices, Dorotea?
-Lo que te acabo de decir:
Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana de diciembre. Una mañana gris. No fría; pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres gritaban para oír lo que querían decir: "¿Qué habrá pasado?", se preguntaban.
A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con un sonar hueco, como de cántaro.
-Se ha muerto doña Susana.
-¿Muerto? ¿Quién?
-La señora.
-¿La tuya?
-La de Pedro Páramo.
Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De Contla venían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecinado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función, en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo.
Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran antes, por el contrario, siguieron llegando más.
La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala.
-Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.
Y así lo hizo.
El Tilcuate siguió viniendo:
-Ahora somos carrancistas.
-Está bien.
-Andamos con mi general Obregón.
-Está bien.
-Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos.
-Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho.
-Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él, o contra él?
-Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno.
-Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.
-Entonces vete a descansar:
-¿Con el vuelo que llevo?
-Haz lo que quieras, entonces.
-Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación.
-Haz lo que quieras.
Pedro Páramo estaba sentado en un viejo equipal, junto a la puerta grande de la Media Luna, poco antes de que se fuera la última sombra de la noche. Estaba solo, quizá desde hacía tres horas. No dormía. Se había olvidado del sueño y del tiempo: "Los viejos dormimos poco, casi nunca. A veces apenas si dormitamos; pero sin dejar de pensar. Eso es lo único que me queda por hacer." Después añadió en voz alta: "No tarda ya. No tarda".
Y siguió: "Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La Luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí;, junto a la puerta mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra.
"Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: ¡Regresa, Susana!"
Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando palabras. Después cerró la boca y entreabrió los ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer.
Amanecía.
A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y, por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez. Se encontró al Gamaliel dormido encima del mostrador con el sombrero cubriéndole la cara para que no lo molestaran las moscas. Tuvo que esperar un buen rato para que despertara. Tuvo que esperar a que doña Inés terminara la faena de barrer la calle y viniera a picarle las costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera:
-¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate!
El Gamaliel se enderezó de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de veces a la vida, "que valía un puro carajo". Luego volvió a acomodarse con las manos entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones:
-Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden sueltos los borrachos.
-El pobre de mi hijo. Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?
Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo.
-Pos nada más un cuartillo de alcohol, del que estoy necesitado.
-¿Se te volvió a desmayar la Refugio?
-Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros. Hasta eso vendí porque se me aliviara.
-¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?
-Que me pasé la noche velando a la muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche.
-Con razón me olió a muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: "Me huele que alguien se murió en el pueblo." Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado, todo le da risa y ni caso le hace a una. ¿Pero qué me dices? ¿Y tienes convidados para el velorio?
-Ninguno, madre Villa. Para eso quiero el alcohol para curarme la pena.
-¿Lo quieres puro?
-Sí, madre Villa. Pa emborracharme más pronto. Y démelo rápido que llevo prisa.
-Te daré dos decilitros por el mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la gloria.
-Sí, madre Villa.
-Díselo antes de que acabe de enfriar.
-Se lo diré. Yo se que ella también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara.
-¿Qué, no fuiste a ver al padre Rentería?
-Fui. Pero me informaron que andaba en el cerro.
-¿En cuál cerro?
-Pos por esos andurriales. Usté sabe que andan en la revuelta.
-¿De modo que también él? Pobres de nosotros, Abundio.
-A nosotros qué nos importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvame la otra. Ahi como que se hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido.
-Pero no se te olvide pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito.
-No se mortifique. Se lo diré en llegando. Y hasta le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y pa que usté se deje de apuraciones.
-Eso, eso mero debes hacer. Porque tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el cumplimiento en seguida.
Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el mostrador.
-Déme el otro cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito por ahi es cosa de usté. Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita; junto a mi Cuca.
-Vete pues, antes que se despierte mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer.
Salió de la tienda dando estornudos. Aquello era pura lumbre; pero como le habían dicho que así se subía más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa, donde lo esperaba la Refugio; pero torció el camino y echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde lo llevó la vereda.
-¡Damiana!-llamó Pedro Páramo-.Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino.
Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él corría para agarrarla y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir; hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta. Entonces se detuvo:
-Denme una caridad para enterrar a mi mujer -dijo.
Damiana Cisneros rezaba: "De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor." Y le apuntaba con las manos haciendo la señal de la cruz.
Abundio Martínez vio a la mujer de los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se estremeció. Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a nadie repitió
-Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta.
El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra.
La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: ¡Están matando a don Pedro!"
Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía que hacer para acabar con esos gritos. No le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer, que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una potranca, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuando tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada había servido . . . La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer, ni este sol ni ningún otro.
-¡Ayúdenme! -dijo-. Denme algo.
Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.
Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.
Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.
-¿No le ha pasado nada a usted, patrón? -preguntaron.
Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza.
Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano:
-Vente con nosotros -le dijeron-. En buen lío te has metido.
Y el los siguió.
Antes de entrar en el pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua. Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada.
-Estoy borracho -dijo.
Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.
Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodilla; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: "Todos escogen el mismo camino. Todos se van." Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.
-Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que regresaras . . .
". . . Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan."
Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
-Esta es mi muerte -dijo.
El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuvieran el tiempo y el aire de la vida.
"Con tal de que no sea una nueva noche", pensaba él.
Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas. De eso tenía miedo.
"Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz."
Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.
-Soy yo, don Pedro -dijo Damiana-. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
-Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
Fin